Introducción
¡Ciudadanos
atenienses! Ignoro qué impresión habrán despertado en vosotros las palabras de
mis acusadores. Han hablado de forma tan seductora que, al escucharlas, casi
han conseguido deslumbrarme a mí mismo.
Sin
embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que se ajuste a la
realidad. Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una que me deja
lleno de asombro: la que dice que tenéis que precaveros de mí y no dejaros
embaucar, porque soy una persona muy hábil en el arte de hablar.
Y
ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer ante la sospecha de que les voy
a desenmascarar con hechos y no con unas simples palabras. A no ser que ellos
consideren orador habilidoso al que sólo dice y se apoya en la verdad. Si es
eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy orador, pero
jamás en el sentido y en la manera usual entre ellos. Aunque vuelvo a insistir
en que poco, por no decir nada, han dicho que sea verdad.
Y,
¡por Zeus!, que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas ni
con bellos discursos bien estructurados, como es propio de los de su calaña,
sino que voy a limitarme a decir llanamente lo primero que se me ocurra, sin
rebuscar mis palabras, como si de una improvisación se tratara, porque estoy
tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo bastante con decir lo justo,
de la manera que sea. Por eso, que nadie de los aquí presentes espere de mí,
hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería ridículo que
pretendiera presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos, propios más
bien de los jovenzuelos con ilusas aspiraciones de medrar.
Estilo del alegato
Tras
este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es la de que no
me exijáis que use en mi defensa un tono y estilo diferente del que uso en el
ágora, curioseando las mesas de los cambistas o en cualquier sitio donde muchos
de vosotros me habéis oído. Si estáis advertidos, después no alborotéis por
ello.
Pues
ésta es mi situación: hoy es la primera vez que en mi larga vida comparezco
ante un tribunal de tanta categoría como éste. Así que -y lo digo sin rodeos-
soy un extraño a los usos de hablar que aquí se estilan. Y si en realidad fuera
uno de los tantos extranjeros que residen en Atenas, me consentiríais, e
incluso excusaríais el que hablara con la expresión y acento propios de donde
me hubiera criado.
Por
eso, debo rogaros, aunque creo tener el derecho a exigirlo, que no os fijéis ni
os importen mis maneras de hablar y de expresarme (que no dudo de que las habrá
mejores y peores) y que, por el contrario, pongáis atención exclusivamente en
si digo cosas justas o no. Pues, en esto, en el juzgar, consiste la misión del
juez, y en el decir la verdad, la del orador.